viernes, 1 de abril de 2011

La llave, por Luisa Valenzuela


Una muere mil muertes
. Yo, sin ir más lejos, muero casi cotidianamente, pero reconozco que si todavía estoy acá para contar el cuento (o para que el cuento sea contado) se lo debo a aquello por lo cual tantas veces he sido y todavía soy condenada. Confieso que me salvé gracias a esa virtud, como aprendí a llamarla aunque todos la llamaban feo vicio, y gracias a cierta capacidad deductiva que me permite ver a través de las trampas y hasta transmitir lo visto, lo comprendido.
Ay, todo era tan difícil en aquel entonces. Dicen que sólo Dios pudo salvarme, mejor dicho mis hermanos -mandados por Dios seguramente-, que me liberaron del ogro.
Me lo dijeron desde un principio. Ni un mérito propio supieron reconocerme, más bien todo lo contrario.
Los tiempos han cambiado y si he logrado llegar hasta las postrimerías del siglo XX algo bueno habré hecho, me digo y me repito, aunque cada dos por tres traten de desprestigiarme nuevamente.
Tan buena no serás si ahora te estás presentando en la Argentina, ese arrabal del mundo, me dicen los resentidos (argentinos, ellos).
Aún así, aún aquí, la vida me la gano honradamente aprovechando mis condiciones innatas. Me lo debo repetir a menudo, porque suelen desvalorizarme tanto que acabo perdiéndome confianza, yo, que tan bien supe sacar fuerzas de la flaqueza.
De esto sobre todo hablo en mis seminarios: cómo desatender las voces que vienen desde fuera y la condenan a una. Hay que ser fuerte para lograrlo, pero si lo logré yo que era una muchachita inocente, una niña de su casa, mimada, agraciada, cuidada, cepillada, siempre vestida con largas faldas de puntilla clara, lo pueden lograr muchas. Y más en estos tiempos que producen seres tan aguerridos.
Dicto mis seminarios con importante afluencia de público, casi todo femenino, como siempre casi todo femenino. Pero al menos ahora se podría decir que arrastro multitudes. Me siento necesaria. Y eso que, como dije al principio, una muere mil veces y yo he muerto mil veces mil; con cada nueva versión de mi historia muero un poco más o muero de manera diferente.
Pero hay que reconocer que empecé con suerte, a pesar de aquello que llegó a ser llamado mi defecto por culpa de un tal Perrault -que en paz descanse-, el primero en narrarme.
Ahora me narro sola.
Pero en aquel entonces yo era apenas una dulce muchachita, dulcísima, ni tiempo tuve de dejar atrás el codo de la infancia cuando ya me tenían casada con el hombre grandote y poderoso. Dicen que yo lo elegí a mi señor y él era tan rudo, con su barba de un color tan extraño... Quizás hasta logró enternecerme: nadie parecía quererlo.
Cierto es que él no hacía esfuerzos para que lo quisieran. Quizá por eso mismo me enterneció un poco.
No trato este delicado tema en mis seminarios. Al amor no lo entiendo demasiado por haberlo rozado apenas con la yema de un dedo. En cambio de lo otro entiendo mucho. Se puede decir que soy una verdadera experta, y quizá por eso mismo el amor se me escapa y los hombres me huyen, a lo largo de siglos me huyen porque he hecho de pecado virtud y eso no lo perdonan.
Son ellos quienes nos señalan el pecado. Es cosa de mujeres, dicen (pero tampoco quiero meterme por estos vericuetos, hay sobre el tema tanta especialista, hoy día).
Digamos que sólo intento darles vuelta la taba, como se dice por estas latitudes, o más bien invertir el punto de vista.
Desde siempre, repito, se me ha acusado de un defecto que si bien pareció llevarme en un principio al borde de la muerte acabó salvándome, a la larga. Un "defecto" que aprendí -con gran esfuerzo y bastante dolor y sacrificio- a defender a costa de mi vida.
De esto sí hablo en mis grupos de reflexión y seminarios, y también en los talleres de fin de semana.
Prefiero los talleres. Los conduzco con sencillez y método. A saber:
El viernes a última hora, durante el primer encuentro, narro simplemente mi historia. Describo las diversas versiones que se han ido gestando a lo largo de siglos y aclaro por supuesto que la primera es la cierta: me casé muy muy joven, me tendieron lo que algunos podrían considerar la trampa, caí en la trampa si se la ve desde ese punto de vista, me salvé, sí, quizá para salvarlas un poquitito a todas.
Hacia el fin de la noche, según la inspiración, lo agrando más y más al ogro de mi ex marido y le pinto la barba de tonos aterradores. No creo exagerar, de todos modos. Ni siquiera cuando describo su vastísima fortuna.
No fue su fortuna la que me ayudó a llegar hasta acá, me ayudó este mismo talento que tantos me critican. La fortuna de mi marido, que naturalmente heredé, la repartí entre mis familiares más cercanos y entre los pobres. Al castillo lo dejé para museo aunque sabía que nadie lo iba a cuidar y que finalmente se derrumbaría, como en realidad ocurrió. No me importa, yo no quise ensuciarme más las manos. Preferí pasar hambre. Me llevó siglos perfeccionar el entendimiento gracias al cual realizo este trabajo de concientización, como se dice ahora.
El viernes por lo tanto sólo empleo material introductorio, pero las dejo a todas motivadas para los trabajos que las esperan durante el fin de semana.
El sábado por la mañana, después de unos ejercicios de respiración y relajamiento que fui incorporando a mi técnica cuando dictaba cursos en California, paso a leerles la moraleja que hacia fines de 1600 el tal Perrault escribió de mi historia:
"A pesar de todos sus encantos, la curiosidad causa a menudo mucho dolor. Miles de ejemplos se ven todos los días. Que no se enfade el sexo bello, pero es un efímero placer. En cuanto se lo goza ya deja de ser tal y siempre cuesta demasiado caro".
¡La sagrada curiosidad, un efímero placer!, repito indignada, y mi indignación permanece intacta a lo largo de los siglos. Un efímero placer, esa curiosidad que me salvó para siempre a impulsar en aquel entonces -cuando mi señor se fue de viaje dejándome el enorme manojo de llaves y la rotunda interdicción de usar la más pequeña- a develar el misterio del cuarto cerrado.
¿Y nadie se pregunta qué habría sido de mí, en un castillo donde había una pieza llena de mujeres degolladas y colgadas de ganchos en las paredes, conviviendo con el hombre que había sido el esposo de dichas mujeres y las había matado seguramente de propia mano?
Algunas mujeres de los seminarios todavía no entienden. Qué cuántas piezas tenía en total el castillo, preguntan, y yo les contesto como si no supiera hacia dónde apuntan y ellas me dicen qué puede hacernos una pieza cerrada ante tantas y tantas abiertas y llenas de tesoros y yo las dejo nomás hablar porque sé que la respuesta se la darán ellas mismas antes de concluir el seminario.
Las hay que insisten. Ellas en principio hubieran optado por una vida sin curiosidad, callada, a cambio de tantas comodidades.
¿Comodidades?, pregunto yo, retóricamente, ¿comodidades, frente a la puerta cerrada de una pieza que tiene el piso cubierto de sangre, una pieza llena de mujeres muertas, desangradas, colgadas de ganchos y seguramente un gancho allí, limpito, esperándome a mí?
Todas ellas fueron víctimas de su propia curiosidad, me dicen los manuales y muchas veces también me lo señala la gente que participa en los talleres.
¿Y la primera?, les pregunto tratando de conservar la calma. ¿Curiosidad de qué tendrá la primera, y qué habrá visto?
En mis épocas de joven castellana prisionera -sin saberlo- del ogro, la suerte, mejor llamada mi curiosidad, me ayudó a romper el círculo. De otra forman tengan por seguro que habría ido a integrar el círculo. La sola existencia de ese cuarto secreto hacía invivible la vida en el castillo.
Se genera mucha discusión a esta altura. Porque yo presento las opciones y entre todas escarbamos en las opciones, y curioseamos, y nos entregamos a actividades bellamente femeninas: desgarramos velos y destapamos ollas y hacemos trizas al mal llamado manto de olvido, el muy piadoso según dice la gente.
Antes de terminar el trabajo del sábado retomo el tema de la llave, y así como mi ex esposo me entregó cierto remoto día un gran manojo de grandes llaves, yo les entrego a las participantes un gran manojo de granes llaves imaginarias y dejo que se las lleven a sus casa y duerman con las llaves y sueñen con las llaves, y que entre las grandes llaves permitidas encuentren la llavecita prohibida, la de oro, y descubran qué habitación prohibida cierra esa llavecita, y descubran sobre todo si con la llave en la mano le dan la espalda a la habitación prohibida o la encaran de frente.
El domingo transcurre generalmente en un clima cargado de espera. Las mujeres del grupo me cuentan sus historias, el momento de la llavecita prohibida se demora, aparecen primero las puertas abiertas con las llaves permitidas, las ajenas. Hasta que alguna por fin se anima y así una por una empiezan a mostrar su llavecita de oro: está siempre manchada de sangre.
Hasta yo a veces me asusto. A menudo afloran muertos inesperados en estas exploraciones, pero lo que nunca falta es el miedo. Como me sucedió a mí hace tantísimo tiempo, como les sucede a todas que se animan a usarla, la llavecita se les cae al suelo y queda manchada, estigmatizada para siempre. Esa mancha de sangre. En mi momento yo, para salvarme, para que el ogro de mi señor marido no supiera de mi desobediencia, traté de lavarla con lejía, con agua hirviendo, con vinagre, con los alcoholes más pesados de la bodega del castillo. Traté de pulirla con arenisca, y nada. Esa mancha es sangre para siempre. Yo traté de limpiar la llavecita de oro que con tantos reparos me había sido encomendada, todas las mujeres que he encontrado hasta ahora en mis talleres han hecho también lo imposible por lavarla, tratando de ocultar su transgresión. ¡No usar esta llave! es orden terminante que yo retransmito el sábado no sin antes haber azuzado a las mujeres. No usar esta llave... aunque ellas saben que sí, que conviene usarla. Pero nunca están dispuestas a pagar el precio. Y tratan a su vez de limpiar su llavecita de oro, o de perderla, niegan el haberla usado o tratan de ocultármela por miedo a las represalias.
Todas siempre igual en todas partes. Menos esta mujer, hoy en Buenos Aires, ésta tan serena con la cabeza envuelta en un pañuelo blanco. Levanta en alto el brazo como un mástil y en su mano la sangre de su llave luce más reluciente que la propia llave. La mujer la muestra con un orgullo no exento de tristeza, y no puedo contener el aplauso y una lágrima.
Acá hay muchas como yo, algunos todavía nos llaman locas aunque está demostrado que los locos son ellos, dice la mujer del pañuelo blanco en la cabeza.
Yo la aplaudo y río, aliviada por fin: la lección parece haber cundido. Mi señor Barbazul debe de estar retorciéndose en su tumba.

domingo, 20 de junio de 2010

una mirada

Cada pocas cuadras hay una verdulería. Yo buscaba una. No sé qué hacían los demás.

Con el tono, la actitud corporal y la sonrisita, esas cosas que hacen la diferencia y son tan dificiles de describir a veces, un tipo me dice desde atrás algo así como "aaahh, bueeee...". Y lo miré. Lo vi a los ojos y pensé "si querés decirme algo, decilo. Si no tenés nada para decir, no digas nada. Si me hablás, te respondo. Si no, sigo buscando una verdulería".

No dijo nada.

Yo estoy donde está mi cuerpo. Yo soy mi cuerpo. Yo visto o desvisto, no visto o no desvisto mi cuerpo.

Mi cuerpo, mis ojos, mis palabras sienten, piensan, dicen.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Actividad del día: cambiar el título del blog



Hoy decidimos cambiar el título de nuestro blog.

Creemos que las palabras significan y que dan lugar a múltiples sentidos. Quisimos reflejar mejor la pluralidad de aspectos a los que apuntamos.

Pasó de:

Si usted es mujer moleste a un albañil

Se dio vuelta la tortilla

a:

Vos elegís

las reglas del juego las hacemos entre todos


Porque no está dirigido únicamente a las mujeres.

Porque no implica molestar a nadie, sino tan sólo defender un espacio y una forma que nos son propias, elegidas y no impuestas.

Porque no tenemos nada en contra de los albañiles ni de nadie en particular, sino tan sólo de los modelos de hombre y mujer que se repiten sin ser siquiera pensados, y que generan posiciones de desigualdad.

Porque no es cuestión de dar vuelta nada, de cambiar abajo por arriba, un blanco por un negro.


Porque estamos convencidas de que todavía hay mucho por hacer.

Y que todos nosotros somos los motores del cambio.

Reconocemos que el silencio es una respuesta, pero también sabemos que hay otras alternativas.

Y hacernos cargo y responsables de ellas. Conocerlas, al menos.


La cuestión es multiplicar la cantidad y calidad de los colores.

Euge y Chichi.

domingo, 18 de octubre de 2009

Pequeñas batallas

Delivery de empanadas, local a la calle. Motos repartidoras. 4 sillas en la vereda ocupadas por muchachos. Dos chicas de la mano van a la parada del bondi. La historia de siempre, digamos, lo normal.

Una se toma el bondi, la otra vuelve a su casa. Pasa por el local. 4 sillas vacías. Lo lamenta, había imaginado una gran conversación en su cabeza. Entra:
- Hola
- Hola... (movimiento de personas detrás del mostrador)
- Hay algún encargado o algo así?
- Sí, él
- Hola
- Hola, qué tal?
- Sí, decime
- Mira, yo vivo a una cuadra y paso siempre por acá y cada vez que paso los muchachos que se sientan acá en la puerta tienen siempre algún comentario para hacer que me molesta
- Sabés quiénes eran?
- No (piensa que así como lo que ellos ven no es mi cara, lo que yo recibo no tiene nombre)
- Bueno, quedate tranquila, yo hablo
- Bueno, gracias. Tranquila no me quedo, estoy segura de que voy a volver a hablar con vos tanto como estoy segura de que no me va a importar venir mil veces
- Bueno, bueno, quedate tranquila
- Bueno, chau, gracias
- No, no, de nada, hasta luego
- Chau



Así como no soy la dueña del barrio porque mi familia vivía en él cuando eran sólo 5 quintas y se escuchaba al tren pasar a 30 cuadras, ellos no son los dueños de la vereda por estar sentados en un banquito frente a su lugar de trabajo. Y con "dueño" quiero hacer referencia a la inmunidad. Una vez me enojé muchísimo con un señor que interrumpió su mordida de choripán para decirme una guasada (a la vez que una infinidad de migas de pan salían propulsadas por los espacios de su boca donde saludablemente suele haber dientes) y cuando le pregunté si no le parecía injusto que no me dejara caminar tranquila por las calles de mi barrio, me contestó "callate, boluda, quién te creés que sos, tomatelás"... y me fui pensando que "quién te crees que sos" es una frase tan corriente que da miedo (entre los remolinos de bronca en que se movían mis tripas).
Quién tengo que ser? Quién creés vos que soy? Quién me creo? Quién soy? Quién sos? Qué derechos, garantías y obligaciones estoy pasando por alto? Disculpen, pero no acepto esa constitución. Qué es lo que cambia cuando un grupo de hombres comparte el almuerzo en un puesto de choripanes? O en cualquier otro lado? Qué cambia cuando es un grupo de mujeres? Y si van caminando? Y si es sólo una? Y si es sólo uno? Y si es de noche? Y si no es tu barrio sino el de ellos?
En todos estos puntos me siento en desventaja, porque realmente no les encuentro la vuelta y tengo la sensación de que para ellos está muy claro todo. Es decir, estoy con estos amigos en la vereda, pasan dos minas, listo... no hay duda. Es casi un acto reflejo.
Bueno, mis pequeñas batallas quieren mostrar que eso es ALGO. Que no es lo mismo decir que no decir. Que tiene un efecto, no es inocuo. Y, sobre todo, que no es bien recibido, porque si me gustara, joya! Un mundo feliz. Pero no, no se me da la posibilidad de salirme, de no participar. Así que como de todas formas me hacen participar, al menos voy a hacer mi movida, voy a elegirla, voy a pensarla, voy a jugar MI juego, voy a discutir las reglas. Porque yo no siento que esté jugando. Los herederos de la historia se encargan de recordarme que nunca nos salimos del lado que siempre pierde.


Y una más:
Una chica pasa a buscar a su novia por el trabajo. Salen de la mano, doblan en la esquina. Pasan por el medio de un grupo de chicos y chicas. Uno, sentado en el escalón de la puerta de entrada del colegio (voy a fijarme si era un colegio, no estoy segura), dice:
- Qué desperdicio!
Las chicas siguen unos metros más hasta que una se detiene y decide volver.
- Disculpame... qué nos dijiste?
- Yo? No, no, nada, nada...
- Ok


NO ENTIENDO!!
Y me fui preguntándome, además de por qué no asumió lo que había dicho, qué habrá pensado la chica que estaba sentada a su lado.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Ruido

Qué delimita el espacio privado del público?

Qué pasa cuando de la obra en construcción a dos casas de la tuya te gritan cosas cuando colgás las sábanas en la terraza en pantuflas, todavía en piyama, mientras se calienta el agua para el mate?
Qué pasa?
Bueno... no pasa nada. Te gritan cosas, te fastidiás, te jodés, se ríen. Les gritas cosas vos, se ríen más, te fastidiás más, te jodés. Te vestís, te tomás unos mates, salís para el trabajo/facultad/loquesea, te gritan más cosas, te recontrafastidiás, te jodés. Pataleás, protestás, pero te jodés.
Según el INADI no es discriminación, es, digamos, un acto hostil. Según la ley, no es nada.

Por alguna razón, que te fastidien cuando estás dentro de tu propia casa es más molesto. Se hace más evidente la invasión, la irrupción violenta, el abrupto pasaje desde el despertar en la tranquilidad de la mañana al fastidio, la opresión, la cosificación, la impotencia...
Cuál es el espacio privado? La casa propia? El cuarto? El baño? El placard? Los límites de la cama? El barrio no? El auto no? Sólo desde la piel hacia adentro?
Hay alguna diferencia de "gravedad" (no encuentro un término que me conforme, por eso las comillas) entre que te chiste un completo extraño mientras se señala la pija desde un tercer piso que a un metro? En la calle que en tu cuarto? Desde su auto a vos en la vereda? Desde su auto a vos en tu auto?
Todavía no encuentro alguna manera medianamente racional de explicar por qué a mí me molesta más que me griten cosas en mi barrio que en otro, cuando estoy en mi auto que cuando voy por la calle, cuando estoy en mi terraza, cuando camino de la mano con mi novia o cuando estoy en la puerta de su casa. No sé por qué, pero me ofende más. Tal vez, que ni en la intimidad de mi hogar pueda sentirme libre me parece más "grave". Pero es peor que cuando voy caminando por cualquier lado en la intimidad de mi pensamiento, de mis emociones, de mi yo-ahí-enesemomento?



Y el acontecimiento que me lleva a escribir todo esto es:

Siempre defendí la postura de que no tiene razón el que grita más fuerte sólo porque aplasta la voz del otro. Suele confundir, pero no tiene más razón por eso. Una verdad no va a ser más verdad porque se dice más fuerte. Pero sí hace más ruido.

Estábamos volviendo con mi novia. Yo manejaba, ella iba adelante de acompañante. Adelante nuestro había un renault 19 bordeaux con 4 hombres dentro. Nos empezaron a señalar, a hacer señas, tiraban besos, reían, leíamos en sus labios sus predicciones de cómo nos iban a coger, etc.. Hacer como si nada, mandarlos a la mierda con gestos y palabras, cambiar de lugar el auto... no sólo no reduce nuestro sentimiento de violentadas, sino que lo aumenta. Aumenta la impotencia, nos sentimos más tontas y ellos se sienten más capos. Pero esta vez encontré una manera de canalizar mi bronca en formato bocina. Me mantuve a 1m del paragolpes y estuve unos 3km con la bocina sonando. Si se daban vuelta, dejaba de tocar bocina. Si volvían a hinchar las bolitas, volvía a tocar.
No sé si se aburrían de decirnos cosas o les resultaba realmente molesto el ruido, pero dejaban de darse vuelta. Además, la sensación de que nosotras teníamos un recurso para descargar, para expresar, para denunciar fue casi tan efectiva como necesaria. Podíamos reirnos nosotras, podíamos fantasear que tal vez estuvieran experimentando un mínimo de vergüenza.

(aclaremos algo: no es nuestra meta cambiar un abajo por un arriba, un oprimida por opresora. Nos genera malestar actuar de manera violenta. Pero creemos que hacer nada no cambia las cosas. Que ignorar un problema no lo resuelve y, sobre todo, no hace que nos afecte menos. Seguimos preguntando si alguna ley nos ampara y seguimos encontrandonos con cosas como que la violación es el único delito en el que la víctima debe probar que no deseaba que le sucediera o que una denuncia con la cara llena de golpes no es prueba suficiente de nada)


Especie de moraleja:
No, hacer más ruido no nos da la razón. Pero nos permite quejarnos. Tenemos derecho a réplica, a quejarnos, a enojarnos, a ser respetadas, a que no nos guste que nos inviten insistentemente a chupar una pija, a que nos guste quien nos guste y no cualquiera que nos pasa por al lado y considere que el hecho de que sea hombre y nosotras mujeres es requisito suficiente para que él nos quiera coger y nosotras queramos que nos coja. Tenemos derecho a decidir sobre nuestro cuerpo... pero todavía no está escrito en ninguna ley.

martes, 25 de agosto de 2009

el poder falso del macho

“El poder falso del macho –que, en realidad, es una forma de control, contracción y tensión- muestra una actitud manifiestamente débil, porque nos mantiene atados a la frágil sensación del ego. Al fin de cuentas, la vida desafía continuamente todo intento de controlarla, y la energía que invertimos en mantener nuestras defensas no hace más que despojarnos de nuestra fortaleza”.

John Welwood; Psicología del despertar. Budismo, psicoterapia y transformación personal; Capítulo 9.

Estaba yo en mi trabajo leyendo un apunte de mi facultad: el primero del cuatrimestre. Y casi al final del mismo, me encuentro con esta frase. No está de más aclarar que coincido plenamente con ella.

Control, poder, miedo a la sensibilidad, sentirse hombre, sentirse mujer, obligar, aceptar, sumisión, tensión, dolor, naturalización, violencia.

Todo esto es lo que se me cruza por la cabeza cada vez que me ofenden con “halagos”. La mujer objetivada. La mujer evaluada. La mujer mirada. La mujer desnudada. La mujer al servicio del macho.

Claro que no lo pienso en estos términos. De hecho, a veces ni siquiera lo pienso. Sólo siento un montón de cosas revueltas, poco identificables, me inundan, me marean, me violentan, me enojan, me entristecen, me anulan, me obsesionan.

Ellos necesitan mostrar, exagerar, invadir, insultar. Ellos necesitan gritar que sos linda, que te cogerían. Ellos necesitan desnudarte con una mirada libidinosa, una mirada que casi no permite respuesta. ¿Qué voy a decirle? ¿No me mires? ¿No me ofendas? Siempre se recluyen en el grupo, en los otros como ellos, que también te desnudan con la mirada, que también necesitan mostrar cuán machos son. ¡No vaya a ser cosa que alguien piense lo contrario! No vaya a ser cosa que parezcan sensibles, vulnerables, humanos. No. Ellos no son humanos. Ellos son machos.

¿Y nosotras? Nosotras tampoco somos humanos. Nosotras somos eso que ellos quieren que seamos. ¿Qué querés que sea hoy, lindo? ¿Puta? ¿Monja? ¿Enfermera? ¿Mucamita? Yo soy yo. Incluso cuando me disfrazo de todo eso. Incluso cuando, sin permiso, vos me disfrazás de todo eso.

Qué triste es cuando la mujer lo acepta, a veces hasta lo festeja. Millones de sms en tu celular con el culo de la chica de las tetas operadas de turno. Mirá: te quiero vender una lapicera y, en vez de mostrarte lo bien que escribe, te la muestro por la tele al lado de un culo en tanga. ¿Qué querés ver? Pedílo, seguro que lo tenés. Si sos el macho, si sos todopoderoso. Si yo no valgo nada, si yo sólo estoy para ser mirada.

Mirame, te miro, gritame, te grito, desnudame, te desnudo.
Ahora, cuando me harte de verdad y vaya con una bolsa llena de piedras en el bolsillo de la campera y te la parta en el medio de la cara, no me digas que no te avisé. Ocho de las diez veces que pasé por la obra donde trabajás, te dije que dejaras de hacer lo que estabas haciendo: ofenderme. Lo dije de buenas maneras, lo dije de malas maneras, lo dije con la mirada, lo dije con palabras, con un gesto, con un silencio. Vos no supiste escuchar.


Yo me cansé de hablar.

lunes, 13 de julio de 2009

Qué te pasa, flaquito?

Bienvenidas al mundo del hostigamiento sexual!

HOLA, MUJER! HOLA, HOMBRE! Eso que le pasa a tantas mujeres, ese miedo que invade cuando caminan por la calle, cuando se hace de noche, cuando esas dos cosas suceden juntas... BASTA DE MIEDO!
BASTA, BASTA, BASTA!

Es increíble lo que el miedo hace con nuestras vidas. Cómo modificamos nuestra conducta por temores infundados, pero avalados y nutridos por todos. Hay que liberarse del miedo, no vamos a perder más de lo que perdemos teniéndolo.

Aquí va mi anécdota de hoy:
Venía yo caminando, volviendo a mi casa. 22:00hs, ya de noche. Avenida iluminada y desierta. Escucho alguien al trote detrás mío y me doy vuelta para ver qué pasa. El que corría era un tipo. Camino más lento para que me pase y no rompa las bolitas. Pero no, se pone a caminar a mi paso, al lado mío, a 50cm de distancia. Murmura algo así cómo "por qué tan nerviosa, linda?". Ni lo miro, no digo nada por un momento. Pienso "qué mierrrrrrda me va a hacer quedar callada este idiota que quiere romper las bolas? Por qué te quedas callada!?" y, sin dejar de caminar, lo miro a los ojos y le digo "qué te pasa, flaquito?". "nonono, nada" dijo con el poquito aire que le quedó, dejó de caminar a mi lado y se fue.



Reconocimiento. Aceptación. Respeto.

A muchos no les va a gustar perder su lugar de poder o sus lugares de pobres víctimas. Pero es un lugar que entre todos construimos.
Hace no mucho que las mujeres empezamos a existir como personas en la sociedad (en algunas y de algunas maneras), pero aun falta mucho más para que seamos libres.
Lo que más me fastidia es lo naturalizado que tenemos este estado de las cosas, la opresión, el miedo... esto del "sexo débil"... realmente como mujeres nos creemos débiles? Pero por favor... violencia es que nos eduquen para sentirnos débiles, para ser sumisas, para tener miedo, para querer que un hombre nos proteja, para ser nuestras propias policías. Por qué las mujeres obedecemos más?


Que no se me malinterprete, no propongo que salgamos a la calle a cagarnos a trompadas o a ejercer sobre otros la violencia que ejercen sobre nosotras. Propongo que nos hagamos respetar. Primero por nosotras, que lo demás viene solo.